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El equipo se vuelve uno mismo

Me aproximé a la pantalla hasta quedar a centímetros: quería comprobar de cerca que aquel verde ser vivo, tan querido y al que habíamos visto durante cuatro horas en una transmisión desde Arizona, estaba muriendo. Necesitaba verificar su estertor, el aliento final, guardar en mi mente su lánguida mirada enferma pero aún viva sobre la camilla.

Las Águilas de Filadelfia -equipo al que sigo desde que era niño y que en 40 años solo he visto una vez campeón- miraban el reloj y su escurrir asfixiante de segundos. Se acababa el partido y el campeón de la NFC era el condenado que mira a su verdugo avanzar sobre la horca con la capucha en la cabeza para que, por ningún motivo, lleve a su tumba la identidad de quien lo asesinó.

Nosotros sí veíamos al verdugo, y eso también lastimaba: el quarterback Patrick Mahomes, incontrolable, feroz, impredecible, escurridizo y certero como Robin Hood con su arco. Vaya flechazos rojos: no éramos capaces de inventar el modo de controlarlo en el dramático Super Bowl LVII, pese a su tobillo esguinzado. Y no lo hubiéramos detenido ni siquiera con un brazo en un cabestrillo, con las costillas rotas, la cadera dislocada o atacado por hepatitis C. Acertaba siempre. Era un guerrillero frío, cruel, al que en plena tempestad no le importaba que un rayo le partiera la cabeza. Él disparaba sin error.

De tamaño infinitesimal, pero mantuve una esperanza: para buscar el empate, Jalen Hurts, nuestro fantástico líder, con cuatro segundos restantes del último cuarto debía conectar un pase largo como la circunferencia del mundo y que del otro lado, de Estados Unidos a China, uno de los nuestros lo atrapara. No ocurrió, el balón salió descompuesto como tos de enfermo de enfisema y rebotó en el césped.

Iniciaban los saltos extasiados de los Jefes de Kansas City, una tribu eufórica que danzaba alrededor del ataúd de mi equipo. "No fue esta vez, y quién sabe si lo sea alguna vez más", pensé cuando el cero del cronómetro decretó que el trofeo Vince Lombardi era del rival. De pronto, encerrado en mi cabeza, me arrancó de mí mismo un lamento. Provenía de atrás. Sobre mi cama, donde habíamos visto juntos durante cinco meses la maravillosa temporada, mi hija adolescente estaba lagrimeando con la cara en la almohada.

Mi madre volteó sorprendida. Un rato antes nos había llamado: "¿Hoy juega algo importante el equipo de ustedes, ¿no? ¿Puedo acompañarlos?". Y ahora, sin jamás imaginarlo, esa maestra jubilada estaba frente a su nieta inconsolable por un deporte que entendía menos que el kendo. Vi a mi mamá con la mano en la boca para ocultar su sorpresa, pero de improviso abandonó el gesto y, enternecida, se dirigió a su nieta: "Así es el deporte. Verás que habrá revancha".

Yo ya me sabía muy bien esa frase. La había usado cuatro décadas atrás, un 6 de junio de 1982. En un hotel de Oaxtepec -me había llevado el fin de semana a chapotear en el balneario- me consoló un llanto abundante como el Niágara al ver caer en la tele a mi adorado Atlante en penales ante Tigres. "Así es el deporte, Verás que habrá revancha", me dijo cuando en la transmisión de la Final desde el Estadio Azteca el arquero Mateo Bravo era alzado en hombros, eufórico, vencedor y rodeado de su enloquecida porra regia.

Esa noche yo me había lanzado a los brazos de mi madre para que confortara mi dolor, tan grande como el de mis ídolos vencidos, Cabinho, La Volpe, Ratón Ayala. Pero esta vez mi hija no reaccionó ante el consuelo. Mi madre dijo desconcertada "creo que me voy", se levantó y cruzó la puerta, mientras yo solo atiné a darle un abrazo a la pequeña y decirle "aceptemos que fueron mejores". Eso tampoco la calmó. Plan B: hurgué en el archivo de mi memoria algo aún más trágico que caer por tres puntos en los cuatro segundos finales: "Piensa en los Bills de Buffalo. Perdieron cuatro Super Bowls, y todos seguidos. Y sus aficionados siguen siendo alegres, apoyan, sienten los colores pese a tantas tragedias, incluso se ilusionan. Hay que aprender de ellos que todavía encuentran la felicidad". Creo que sirvió, el llanto cesó.

A la mañana siguiente había que levantarse a las 6 de la mañana para ir a la escuela, en un lunes que pudo ser de fiesta y era de duelo. Estábamos grises, abatidos, silenciosos. Durante la mañana procesé mi dolor, que se sintetizaba en: "si ganábamos este partido, pasábamos de ser un equipo normal a uno ganador; dábamos un salto histórico irreversible". No había podido ser.

Cuando fui a buscar a mi hija a la escuela entró por la ventana del auto una ráfaga filosófica. "¿Es raro que uno sienta algo tan profundo por un equipo que ni siquiera es uno mismo, ¿no? Porque no somos ni Hurts, ni Sirianni, ni AJ Brown". "Ajá – me respondió- pero uno siente algo, y el equipo se vuelve uno mismo". "Verás que habrá revancha", repuse, repitiendo sin pagar derechos de autor la cita de mi madre sabía. Mi hija no asintió ni me dijo que sí (quién sabe si la revancha llegue). Y entonces me volví a lamentar: "De cuatro Super Bowls a los que las Águilas llegaron, yo ya las vi perder tres". Ella solo me miró, compadeciéndome un poco y me dijo: "Pues ya ni modo, pa'. Igual siempre vamos a querer muchísimo a las Águilas de Filadelfia. Mira a los Bills de Buffalo".